Dejar hacer, dejar pasar



Llevamos en lo que va del año una muy variada secuela de acontecimientos, algunos de ellos sin duda de alto impacto mediático. Por supuesto, nada que se salga demasiado de lo común, en estos tiempos de profunda agitación y zangoloteo a los que nos somete el devenir de las cosas en el día a día de nuestras vidas que, atribuladas y emproblemadas como están, no dejan de ser las vidas que tenemos y vivimos, aunque algunos digan que vivir así no es vivir. Por definición toda vida es y debe ser sagrada, cosa que de entrada queda en tela de duda ante la violencia y los sucesos sangrientos que han venido ocurriendo en cada poblado y cada ciudad dentro de nuestro estado, y fuera de él. A pesar de todos los pesares la vida es bella, como pregona aquella deliciosa película estelarizada hace algunos años por Roberto Begnini.

Y aunque el mundo en que vivimos ya no gira como lo ha hecho desde hace millones de años, sino que ahora parece arrastrarse penosamente hacia un final que ocurrirá en algún momento imposible de predecir, no nos queda más remedio que seguir adelante enfrentando los retos que la vida nos presenta, y tratando de resolver el complicado crucigrama de la existencia y la coexistencia, sus qué y por qué, y sus intrincados cómo cuándo y dónde que nos sacuden, atormentan y atemorizan ante la ausencia de una explicación coherente de lo que está pasando, aquí y en todas partes.

La violencia es sin duda el envolvente principal de un “estado alterado” que retrata con caracteres de sangre y dolor la grave enfermedad que padecen nuestras cada vez más desintegradas comunidades, sean grandes o pequeñas. La violencia vive, es real y está entre nosotros, palpitante, amenazante y actuante, y es necesario reconocerlo porque de nada sirve tratar de ocultarlo bajo las cifras y los datos que se nos ofrecen, quizá con la mejor de las intenciones, pero sin resultados efectivos aparentes. La gente común no cree, y no cree porque la han forzado a volverse escéptica e incrédula, a base de mentiras y decepciones. Tanto la han engañado y vuelto a engañar que por lógica ha perdido por completo la capacidad de confiar. Así estamos y así seguiremos seguramente durante un largo tramo del camino, tal vez hasta que sobrevenga el fin de los tiempos.

Pero necesitamos entender que la violencia no es una causa per-se, sino un efecto generado por una multiplicidad de factores de diversa naturaleza y proveniencia, algunos de los cuales tienen raíces locales y otros han sido importados de otras comunidades lejanas y muy diferentes a la nuestra. Las comunidades son lo que son sus habitantes. Son una suma de partes que conforman un todo. Y dentro de ese todo la violencia es una consecuencia, un fenómeno derivado de la grave distorsión que se está dando en todos y cada uno de los habitantes de esta ciudad y del resto de las ciudades y poblados de Sonora. En unos más y en otros menos, en unos con características distintivas propias y en otros con características diferentes, pero en todos los casos la situación resultante es la misma, o muy similar. Nos encontramos enfermos, y enfermos de gravedad, y una vez diagnosticado y aceptado lo anterior lo que procede es iniciar de inmediato el tratamiento curativo, y ponernos a buscar los medicamentos más efectivos para combatir la enfermedad.

Los hechos acaecidos en los días recientes nos demuestren, más allá de cualquier duda o cuestionamiento, la existencia real del estado alterado en que vive nuestra comunidad sonorense, estado que no han desaprovechado los provocadores profesionales que, desde los reductos del partidismo político arrabalero, se dedican a promover la desestabilización institucional y la psicosis social, que en estos tiempos resultan tan fáciles de conseguir gracias a la pertinaz ausencia de discernimiento que existe en prácticamente todos los estratos socioeconómicos de la comunidad. Nos están masacrando casi con total impunidad, y no movemos un dedo para impedirlo.

Nos hemos convertido en campeones mundiales en el letal juego del “laissez faire-laissez passer”, expresión francesa que significa «dejen hacer-dejen pasar», que originalmente se refería a una completa libertad en la economía, y que trasplantada a México se aplica casi a todo lo habido y por haber. Y a diario practicamos ese juego con absoluto desenfado e irresponsabilidad: Dejar hacer, dejar pasar en lo que respecta a la corrupción. Dejar hacer, dejar pasar en lo que toca a la procuración y administración de la justicia. Dejar hacer, dejar pasar en lo que respecta a una criminalidad mil veces más y mejor organizada que las institnuciones que se han creado para combatirla. Dejar hacer, dejar pasar en la desintegración paulatina e incontenible de la familia, célula fundamental de las sociedades, dígase lo que se diga. Dejar hacer, dejar pasar en cuanto a la perversión de las costumbres y la pérdida de valores. Dejar hacer, dejar pasar mientras los partidos políticos infectan hasta la última fibra de nuestro maltrecho tejido social, y acaban con los restos de la paz social. Dejar hacer, dejar pasar mientras los malvados nos arrancan las entrañas y nos roban lo más sagrado: nuestra dignidad como individuos.

Mientras en todos lados se deja hacer y se deja pasar, la furia un tanto artificiosa de una parte de la comunidad sonorense aflora con cada delincuente que apresan las autoridades nacionales y extrajeras. Y omito el consabido término “presuntos” que los precavidos anteponen a la palabra “delincuente”, por la simple y sencilla razón de que para mi no son presuntos culpables, sino absolutamente reales aunque no hayan sido sentenciados, lo cual puede ocurrir o no, a como está la justicia en estos tiempos. La furia ciudadana no cede y si fuera posible se manifestaría en forma de linchamientos como los del viejo oeste, o de ley fuga como antaño se aplicaba en el México bronco que amenaza con retornar con poco espacio que le demos.

Agarran a uno de los prófugos y de inmediato surge el grito que demanda una justicia expedita que no significa otra cosa que “como de rayo”, sin tardanza ni pretextos, en chinga o antes si es posible. Una furia ciudadana que es capaz de omitir el cumplimento estricto de la ley en aras de la rapidez, olvidando que precisamente esa fue la estrategia de la pandilla de asaltantes que durante seis años (2009-2015) pisotearon el estado de derecho convirtiéndolo en una suerte de desperdicio inservible. Furia efímera que decaerá en unos días, y que renacerá cuando agarren a otro de los delincuentes, y luego a otro y a otro, hasta que no quede ninguno en libertad.

Mientras el populacho pide sangre, o cuando menos reclusión inmediata en celdas de prisiones de máxima seguridad para los ladrones de ambos sexos, por fuera, en las calles, plazas y lugares de reunión se sigue practicando alegremente el juego de “dejar hacer-dejar pasar”, porque si bien es cierto que los funcionarios padrés-istas que nos dejaron en cueros están bien identificados, inexplicablemente estamos olvidando que más allá de los círculos oficiales, en las entrañas mismas de la sociedad, permanecen emboscados los cómplices (notarios, periodistas y líderes de opinión, dirigentes de cúpulas empresariales, de instituciones educativas, de colegios profesionales e instituciones no gubernamentales) que se coludieron con ellos para realizar el desenfrenado atraco de que fuimos víctimas. Y en este caso, tan malos resultan los que mataron a la vaca como los que le tuvieron la pata mientras la degollaban: dejar hacer, dejar pasar.

Los actuales gobiernos municipales avanzan con rumbo a la última mitad de su período constitucional, y los balances a mitad del camino tienen en general un denominador común: el desencanto mayor o menor de los habitantes de los diferentes municipios. El día de los juicios se aproxima a toda velocidad para todos y cada uno de los alcaldes que llegaron en 2015, y los fallos seguramente serán implacables. Acabando su período tal vez surja una nueva hornada de prófugos que vengan a sustituir a los anteriores, y así sucesivamente hasta que San Juan baje el dedo, como decía sentenciosamente mi abuela doña Lola Dávila.

Por su parte el gobierno Claudia Pavlovich está por completar el primer tercio del período que le corresponde, y a pesar de que la atmósfera estatal se percibe mucho menos tóxica que en el sexenio anterior, ya empiezan a escucharse ruidos en la alacena, indicativos de que los roedores han vuelto a aparecer. Es la condición humana, dirán los de manga más ancha al tratar de explicar que a pesar de la campaña moralizadora emprendida por Claudia y una parte de su equipo, hasta el momento no ha sido posible eliminar del todo la plaga de ratas que tenemos en nuestra casa, Sonora.

Y esa será sin duda la prueba de fuego para las diversas fiscalías estatales que han sido creadas para combatir la corrupción y la delincuencia de cuello blanco y de cuello prieto, para elevar del nivel de la impartición de justicia, para marcar un alto al desorden; y yo quisiera pensar que también para erradicar de una vez y para siempre el nefasto “dejar hacer, dejar pasar”.

Agradeceré su comentario a continuación, o envíelo a oscar.romo@casadelasideas.com

En Twitter soy @ChapoRomo

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