Una visita a Ernesto Lecuona



Imaginemos que estamos a finales de la década de los cuarenta y que hemos sido invitados a pasar una tarde dominical en “La Comparsa”, la finca del maestro Ernesto Lecuona. Salimos de La Habana por la carretera de Rancho Boyeros hacia el sur, hasta llegar a un muro de ladrillos interrumpido por un portón abierto y entramos. Detrás se abre una vereda bordeada por altas palmas reales que nos lleva a la vivienda. Hay rosales y árboles frutales, todo tipo de aves, conejos y perros, de los cuales él cuida personalmente. La brisa trae una primicia del lechón asado que nos espera y también nos trae el bullicio de unas veinte o treinta personas en animada conversación. Pero sobre todo se oye música por todas partes, músico viva y en vivo, torada por él en su piano y cantada por sus mejores intérpretes, las “divas” del momento, la flor y nata del mundo musical cubano.

Poco más tarde, jugando dominó en una mesa, encontremos al maestro. Le encanta el dominó, una de sus muchas características típicamente cubanas, porque en Lecuona, la cubanía es una cualidad expresiva que brota por todos los poros de su ser; no como un traje de rumbero que el artista se pone para salir a  escena, sino como una mixtura de todos los elementos que conjugan la esencia de ser cubano.

¿Cómo puede ser que ese hombre tímido, modesto y refinado, que concede con tanta gentileza el centro de atención, sea uno de los hombres más famosos del país, el que ha tocado el primer concierto de música cubana en Carnegie Hall y la ha diseminado por todo el mundo? Lecuona aprendió muy pronto que lo que más vale y perdura en la vida es el arte y no el culto a la personalidad. El hombre siempre tomaba un segundo plano detrás de su obra: de todo lo que componía, interpretaba, dirigía y producía. Como buen jardinero, sabía que el placer estaba en el cultivo.

Con una obra que abarca tantos géneros y de tal magnitud (publicó en vida mucho más de mil composiciones), es fácil olvidar que una de las facetas más importantes de Lecuona fue la de cultivador. Su legado incluye la desinteresada fundación de la Orquesta Sinfónica en 1922, con la mal promovió intensamente la música cubana, tanto la de él como la de sus contemporáneos. También se embarcó en la búsqueda y desarrollo de nuevos talentos “del patio”, sobre todo de cantantes femeninas cuyas voces hablarían por él (Rita Montaner, Esther Borja, Luisa Moría Morales, Caridad Suárez, Esperanza Chediak, Tomasita Nuñez, María de los Ángeles Santana, Zoraida Marrero, Raquel Domínguez, Sarita Escarpenter, Hortensia Coello, Marta Pérez, Estelita Santaló y Maruja González, entre muchas otras).

En un plano más popular, creó en 1932 una de las grandes atracciones de centros nocturnos del siglo pasado, los “Lecuona Cuban Boys”, quienes recorrieron el mundo tocando música cubana por más de cuarenta años. Al frente de ellos puso al eminente Armando Oréfiche pero él nunca participó como miembro de la orquesta. Lecuona se limitaba a tocar unos solos de piano y presentar al conjunto que electrizaba a los bailadores cada noche con sus ritmos tropicales. Desde lo popular hasta lo más sublime y elevado, Lecuona llegó a representar a la música cubana. En él se encuentren todas las vertientes características de su patria, entonces joven y alegre. Lo español, lo criollo, lo blanco y lo negro. “Yo nací en uno de los pueblos culturalmente más negros de Cuba: en una Guanabacoa de cabildos, potencies y tambores en la noche,” decía el maestro con orgullo. Hasta la presencia de la colonia china en Cuba tuvo un impacto en su obra.

Nació en una casa solariega en el seno de una modesta y numerosa familia el 6 de agosto de 1893, pero siempre celebraba su cumpleaños con una fiesta el día 7, diciendo que la razón para el cambio de fecha era un secreto que llevaría hasta la tumba. Y así fue. Su padre era canario, de Santa Cruz de Tenerife, y su madre, criolla. Enseguida se dieron cuenta de que era un niño prodigio, un verdadero genio. Antes de cumplir cinco años, ya estaba tocando el piano y a los once, componiendo. Su hermana Ernestina, trece años mayor que él, fue su primera maestra de piano. Ella le impulsaría y acompañaría a través de toda su vida.

En 1902 nace la República de Cuba, pero su padre muere repentinamente y muy pronto el niño se ve obligado a lanzarse a la calle a buscar sustento para el hogar. Demostrando su habilidad al piano a tan temprana edad, Lecuona consigue que le dejen acompañar las películas silentes en el Cine Fedora de La Habana. Su responsabilidad consiste en mirar la pantalla y apoyar a través de su música las emociones que se proyectan en ella. Así desarrolla esa gran capacidad expresiva y emotiva que será una de las cualidades que distinguirán su obra por venir. También se atreve a componer efímeras melodías evocadas por la trama y los personajes de cada película, aprendiendo a utilizar el drama narrativo como punto de partida para la composición, talento que le será imprescindible para las zarzuelas, operetas y sainetes que creará en el futuro.

A los ocho años se matricula en el conservatorio de Carlos A. Peyrellade, donde aprende ejecución, armonía y composición. En 1908, con sólo trece años, publica su primera obra musical, un two-step titulado “Cuba y América”. La portada de la partitura muestra la foto de un niño con una mirada seria puesta mucho más allá de lo cámara, quizás vislumbrando su ilustre porvenir. Luego pasa a tomar clases con Joaquín Nin, quien jugará un papel más importante en su vida años más tarde, cuando le invita a viajar a Paris en 1928 para dar unos recitales en las salas Gaveau y Pleyel ante Maurice Ravel, José Iturbí, Hermann Bemberg y otras luminarias del mundo vanguardista musical europeo que se quedaron sorprendidos por el talento del pianista de la isla tropical.

Pero entre todos sus maestros, quien tiene una influencia constante en toda su vida es el holandés Hubert le Blanck. Con él, Lecuona aprende la disciplina y tesón que le mantendrán enfocado en su carrera. Éste logra que el joven Ernesto abandone cines de barrio y las comedias musicales que estaba entonces escribiendo junto a su hermano Fernando para dedicarse de lleno al estudio serio del piano en su conservatorio. Al graduarse con el Primer Premio y Medalla de Oro en 1912, le Blanck organiza un recital en la sala Espadero de 1a Habana, donde Lecuona causa sensación, interpretando piezas conocidas del repertorio clásico junto a composiciones suyas recientes como “La Comparsa”.

A partir de ese momento, Lecuona pasa a ser una atracción del mundo musical y teatral cubano Se instala en el teatro del Politeama situado en la Manzana de Gómez, frecuentado por los turistas norteamericanos quienes regresan a su país hablando del incomparable pianista y compositor que habían escuchado en La Habana. Esto llega a oídos de los grandes empresarios neoyorquinos y en 19l6 Lecuona recibe un contrato por un mes en el famoso teatro Capitol de Broadway. El contrato se extiende a diez semanas y Lecuona aprovecha su estancia en Nueva York para perforar rollos de pianola para el sello Ampico y dar un recital en el Aeolian Hall, donde interpreta sus propias composiciones.

Aquí comienza ese balance entre los extremos que dominará la vida de Lecuona. Primero, como un gran intérprete de música clásica y también como compositor de contagiosas y populares melodías, muchas de ellas estrenadas en obras del teatro lírico urbano y segundo, corno infatigable viajero diseminando su música por el mundo, pero siempre regresando a recargar sus energías creativas con el aire cálido de su tierra. “No soporto permanecer demasiado tiempo alejado de Cuba”, dijo el maestro. “Es algo que me enferma. Cuando me entra la morriña por mi tierra, lo dejo todo y regreso a la mayor brevedad posible”.

En 1923 Lecuona presenta en el Teatro Nacional su primer Concierto Típico Cubano, una tradición que mantendrá por más de treinta años. En esos conciertos dará a conocer nuevos talentos y demostrará ante los intelectuales elitistas habaneros (que tendían a menospreciar lo cubano) la alta calidad de las composiciones e intérpretes del país. Dos años más tarde inicia una gira por España corno concertista, pero atraído por las candilejas del teatro popular español, monta una revista musical “Levántate y Anda”, que tendría un éxito sin precedentes en el Teatro Martín de Madrid, llegando a más de mil representaciones. España lo recibe con los brazos abiertos, y dado a que muchas de sus composiciones caen dentro de géneros y estilos españoles, muchos en la Madre Patria piensan que el compositor de “Malagueña”, “Andalucía” y “Ante El Escorial” es uno de ellos. En un inusitado gesto de agradecimiento, la ciudad de Málaga le regalaría una casa casi al fina1 de su vida.

Durante las décadas de los veinte y treinta, Lecuona se embarca en varias giras como concertista invitado por las grandes orquestas del continente americano; pero siempre encuentra el tiempo para regresar a Cuba con el propósito de componer junto a su gran amigo y colaborador, el bohemio hombre del mundo habanero Gustavo Sánchez Galarraga, una serie de sainetes y zarzuelas que pasarían a formar parte del folklore cubano. Entre ellas, ‘‘El Batey’’ (1928), ‘‘El Cafetal” (1928), “El Amor del Guarachero” (1929), “La Flor del Sitio” (1929), “María I.a O” (1929), “El Calesero” (1930), “El Maizal” (1930), “Rosa la China” (1932) y “Lola Cruz” (1933).

A mediados de su carrera, allá por principios de los años cuarenta, un eco de su juventud le llama. Es el cine, pero esta vez no son los cines de barrio, sino los grandes estudios de Hollywood, que le invitan para musicalizar una serie de películas entonces de moda con temas latinoamericanos. Warner Bros. utiliza su composición “Siempre en mi corazón” en la película “Always in my heart” (1942). La pieza causa sensación y Lecuona queda nominado para un “Oscar” por la cinta.

Más tarde, Lecuona escribe para la 20th Century Fox canciones y toda la música de fondo para “Carnaval en Costa Rica” (1947), donde también aparece en pantalla como el director de la orquesta. Durante uno de sus viajes a la meca del cine, Lecuona, siempre consciente de balancear su carrera entre lo popular y lo culto, se presenta con la Orquesta Sinfónica de Los Angeles en el Hollywood Bowl como pianista invitado, interpretando “Rhapsody in Blue” de George Gershwin. Al finalizar el concierto, entre estruendosos aplausos y para sorpresa de Lecuonael mismo Gershwin salió del público, subió al escenario y lo felicitó como uno de sus mejores intérpretes.

Es curioso que de este encuentro surge el comentario frecuente que compara a Lecuona con Gershwin, y es verdad que ambos gigantes de la música del siglo XX tienen mucho en común. Los dos surgieron de cunas humildes y se vieron forzados a utilizar su habilidad al piano para ganarse la vida a una temprana edad; los dos compusieron un sin número de canciones populares que definieron su época y el alma de sus países; los dos culminaron sus carreras creando música seria basada en los temas folclóricos de sus tierras. Si es cierto que bien se puede decir que Lecuona es el Gershwin cubanoigualmente se puede decir que Gershwin es el Lecuona norteamericano

Para los años cincuenta Lecuona toma la estatura de una leyenda que se niega a descansar en sus laureles. Se convierte en un gran empresario y monta los espectáculos más vistosos y lujosos de esa época. Al llegar el nuevo medo de la televisión, produce el programa “Álbum de Cuba” en CMQ para Esther Borja, que se mantuvo en el aire por muchos años, Pero al llegar la revolución castrista en 1959, Lecuona siente que el país ha tomado un rumbo que él prefiere no seguir. Un año después se marcha al extranjero.

Intenta vivir en la ciudad de Tampa, en la Florida, pero sus inquietudes le llevan a España para montar su ópera “El Sombrero de Yarey”, la cual había comenzado a escribir en Nueva York durante el año 1 946. La música estaba ya toda escrita y sólo le faltaba el libreto y algunas letras a las cancionesPero cuando llega a Madrid, la producción se dificulta y es aplazada. Entonces decide viajar a las Islas Canarias para conocer la tierra donde su padre nació. Se instala en Santa Cruz de Tenerife y comienza a escribir el ‘‘Concierto en Rumba”, pero lo deja inconcluso al sorprenderle la muerte el 29 de noviembre de 1963.

Pero regresemos a unos días más placenteros, a esa tarde dominical imaginaria a finales de los años cuarenta en que conocimos a Lecuona y nos preguntamos: ¿Cómo es posible que ese hombre tan laureado a través de todo el mundo sea el mismo hombre tímido y callado que nos recibe tomando café y jugando dominó en su finca al sur de La Habana? ¿Qué milagro ha ocurrido que ha evitado que los humos se 1e fueran a la cabeza? Quizás ahí es donde está el secreto de su grandeza. Ernesto Lecuona en verdad supo lo que significaba el verbo “dar”, y supo darse totalmente en su obra musical, y es en esa obra, tan brillantemente multifacética, en la cual su alma vivirá eternamente.

Espero su comentario en oscar.romo@casadelasideas.com

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